Escribo desde la comodidad del confinamiento con mi compañero y mis dos hijos en un piso. No tenemos jardín, ni canasta, ni columpio, pero nos vamos apañando en estos 80 metros luminosos y con un balconcito de cocina. Libros, juegos, manualidades, historias, música, películas. Comida y bebida. Cuarto de baño. Camas y sofá. No nos falta nada. Cuando me agobio pensando que esto no termina, que ya he intervenido en varias peleas infantiles en pocos minutos y que me voy quedando sin paciencia y sin recursos, me fuerzo a centrarme en las personas que están en los hospitales sin parar, en las que están enfermas y en sus familias, en las que no pueden dejar de trabajar, en Guayaquil, en Lesbos y en la inmensa África, y se me pasa toda la tontería de golpe. 

Después de los ratos de agotamiento por lo cotidiano llega siempre otra sensación. Nunca me había sentido tan pequeña, con tan poca capacidad de decidir y de actuar. Atrapada en casa, pienso en cómo van a ser nuestras vidas cuando termine el encierro. ¿Cómo será la primera vez que salgamos de nuevo los cuatro? ¿Cuánto miedo llevaremos encima? ¿Seremos capaces de sacudírnoslo y abrazar a nuestros amigos y amigas? ¿Podremos juntarnos pronto con nuestras familias? ¿Cuánta gente habrá muerto? ¿Cuántas pérdidas lloraremos? ¿Tendremos trabajo? ¿Cuántas personas se habrán quedado en el paro? ¿Habrá crecido la ultraderecha, habremos alimentado el centralismo o, por el contrario, saldremos con fuerza a reclamar sanidad pública, educación pública, y a construir iniciativas para que todas las personas podamos vivir de manera justa? 

La “normalidad”, como explicaba hace pocos días Naomi Klein, “era la crisis”. En 2020 ya hemos visto cerca fenómenos meteorológicos extremos, como la borrasca Gloria en el Levante, o lejos, como los incendios en Australia. A riesgo de que a quien me lea le venga a la cabeza una imagen de Epi y Blas, no puedo dejar de decir que hablar de “cerca” y “lejos” en estos tiempos de pandemia es también atrevido. 

Es fácil que cuando la crisis sanitaria termine nos encontremos con un escenario todavía más polarizado que el que ya teníamos: por un lado, quienes continúan negando el cambio climático y alimentando el consumismo insostenible y la carrera armamentística, desde posiciones más o menos abiertamente autoritarias en cada territorio; por otro, quienes sostenemos que necesitamos ir hacia una economía que no esté basada en los beneficios de unas pocas personas, sino hacia la protección y el cuidado de la vida. 

El mundo se me hace inmenso ahora mismo para imaginar soluciones globales. Mientras existan trumps y bolsonaros y, sin ir tan lejos, personas que pidan quitar la sanidad gratuita a quienes viven aquí de manera “irregular” (¿?), todas las hipótesis que me voy planteando terminan resultando tétricas. Cuando llego a punto muerto, intento centrarme en la famosa frase “piensa globalmente, actúa localmente”. Entonces logro comenzar a respirar, a relajarme y a pensar que el futuro es posible. 

¿Qué podremos hacer en nuestro día a día? Podremos implicarnos, si no lo estábamos ya, en las causas que creamos justas, movilizarnos, fortalecer redes de apoyo y solidaridad. Podremos, también, consumir menos. Menos tecnología, menos ropa, menos cosas innecesarias. Reducir todo lo posible los residuos que generamos, desplastificando nuestras vidas, y optar por alimentarnos con productos locales y de temporada. 

Dicen que el parón que está suponiendo el Covid-19 ha reducido de manera drástica las emisiones de gases de efecto invernadero y otros contaminantes muy dañinos para la salud. Vale. Sin embargo, ese efecto pasará antes de que podamos cerrar nuestros duelos personales. No esperemos del sistema que nos ha llevado a este punto crítico a nivel climático, social y sanitario nada diferente. Mismas acciones, mismos resultados.

Necesitamos generalizar una alimentación que priorice la sostenibilidad, la calidad y la salud, porque esa alimentación será también respetuosa con el entorno y justa con las personas productoras. Las iniciativas que impulsan la soberanía alimentaria son fundamentales para mantener las economías locales, la diversidad, el paisaje y la identidad de cada lugar. 

Tenemos ganas de volver a nuestras rutinas, de dejar de contar muertos, de abrazar a nuestra familia y reír con nuestros amigos y amigas, de aparcar el miedo. No sabemos adónde nos va a llevar todo esto ni qué capacidad vamos a tener de acción, pero, en esta tormenta y las que vendrán, agarrémonos con fuerza a lo que nos puede llevar a construir el mundo que queremos.

Gruxen. Laudio, abril de 2020.

 

Fotografía:

Marta I. Seco en Pixabay

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